martes, 27 de julio de 2010
Todo va bien
Soy un sensible. En realidad siempre he sido un sensible. Recuerdo que de pequeño ya lo era y llevo más de veinte años viviendo con ello. Siempre he sentido una mezcla de nostalgia y calma que me resulta bastante agradable. Bueno, tal vez no siempre. A veces también me he sentido muy feliz y otras he tenido ganas de llorar. A lo que me refiero es que lo normal para mí es sentirme así. Es un estado que, a pesar de ser tan frecuente en mí, me sigue resultando algo extraño. Salgo a la terraza y escucho los grillos. Todo es tranquilidad. La calma absoluta lo inunda todo y me quedo absorto mirando el oscuro horizonte. Como cada noche, la negrura aparece salpicada por las luces lejanas anaranjadas de las farolas de la localidad vecina. El brillo que desprenden me hipnotiza. Es como si hubiesen estado siempre ahí, alumbrando el paisaje noche tras noche. No importa la época del año, en invierno también me pasa. Primero miro a través del cristal de la ventana y a continuación me pongo el abrigo y salgo afuera para sentarme en el tejado a mirar las luces lejanas de la noche. Tal vez lo que me gusta de ellas es que me han estado esperando siempre. Si tengo que estudiar hasta tarde sólo tengo que mirar hacia la ventana para verlas brillar. Si salgo da igual a la hora que vuelva, al regresar a casa podré salir al patio y mirarlas un rato antes de irme a dormir para sentir esa mezcla de nostalgia y tranquilidad que me hipnotiza y me hace pensar que en realidad todo va bien.
No es fácil
No es fácil. Casi nada resulta fácil. O al menos nada que pueda marcar nuestra vida positivamente. Todo requiere un esfuerzo y creo que si alguna vez me olvido de ello me saldrá muy caro. Lo que pasa es que ya he dejado de pensar en la dificultad de las cosas. Ya no me fijo en si una cosa es difícil o no. Bueno, claro está que a mitad del proceso me doy cuenta de lo difíciles que son las cosas en realidad. Cuando estás intentando subir esa cuesta tan empinada, empiezas a sudar y las piernas flojean. Pero creo que hago bien no planteándome si podré llegar o no al final de la cuesta antes de empezar a subir. Eso sería un gran error. Desde abajo vería la cuesta demasiado empinada y complicada para mí, la negatividad me invadiría y acabaría dándome la vuelta y volviendo a casa con la cabeza gacha. Sin embargo, ya no me lo planteo. Ya no pienso tanto las cosas antes de hacerlas. Sólo de ese modo cojo carrerilla y me enfrento a la cuesta. Si me flojean las piernas paro un rato y aprovecho para contemplar el paisaje. Unos minutos después retomo mi actividad y tarde o temprano consigo llegar al final de la cuesta. Y creedme, no hay nada como sentarse en la cumbre y mirar lo que has conseguido gracias a que no has pensado lo imposible que te iba resultar.
jueves, 1 de julio de 2010
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