Tendría unos 12 años cuando comencé a fijarme en el graffiti. Era un mundo que siempre había estado ahí, pero al que nunca había prestado atención: dibujos, letras de colores, firmas, una gran variedad de formas diferentes daban vida a los muros de las ciudades. Cuando iba con mis padres al centro o visitaba otras ciudades me quedaba embobado y no perdía detalle desde el cristal del asiento trasero del coche. Tenía claro que yo también quería hacer eso y no pararía hasta ver mi nombre en las paredes de mi ciudad.
No tardé en empezar a poner mi firma por el barrio. Tendría unos 13 o 14 años cuando me compré un rotulador permanente y me puse manos a la obra: papeleras, contenedores, carteles... Fue ya en el instituto con 16 años cuando conocí a unos chicos que sabían mejor de qué iba el tema. Ellos me hicieron dar el paso y comencé a usar el spray Montana. Recuerdo que nos colábamos en unas instalaciones militares abandonadas para practicar. Y de ahí pasamos a pintar por la calle y el pasatiempos se convirtió en un vicio.
De vez en cuando me gusta agarrar un spray y fingir que el tiempo no ha pasado. Pero ahora nos jugamos más, ya no somos niños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario